sábado, 13 de diciembre de 2008

Madrid

Madrid da grandes experiencias malditas a aquellos que nos hemos sacado de lugares "bucólicos" para teletransportarnos a la metrópolis deshumanizada. El metro, ese ámbito donde todos nos convertimos en topos entregados a la única actividad del flujo y del tránsito en un contexto de noche perpetua y atemporalidad absoluta, es quizás el mejor escenario donde apreciar uno de los retratos de una sociedad degenerada. La maravilla de ver a un señor elegantemente vestido de traje, con gabardina clásica y zapatos impecables, salir rápido del vagón, acercarse decidido a una de sus paredes cóncavas y vomitar un líquido extraño con trozos informes de estómago. Notar en el aliento de la mayoría de mis congéneres a las siete de la mañana un rebufo de alcohol que les ayudará a afrontar un duro día que ha de transcurrir íntegro en el trabajo, según demuestra la segunda bolsa de corte Harrods que suele contener el almuerzo. El sueño de los explotados por un sueldo miserable que aprovechan los trayectos para devolverle a la vida el descanso del que carece. Los niños pequeños de éstos mismos yendo solos al colegio, porque sus padres sueñan en otros vagones que ése es el mundo mejor que se les había prometido en sus países. Vivir sin red, sin garantías de futuro, al día, compitiendo para demostrar que has sobrevivido a la ciudad y que eso te hace un héroe entre la multitud.

Pienso en el mal que hizo el siglo XIX y Baudelaire y todos aquellos poetas que aprovecharon su condición de mártires de la gran urbe cada vez más inaprehensible como motivo de inspiración y como base de una nueva estética. Seguimos en una era postromántica, para nada moderna ni mucho menos postmoderna. Aquí todo se mueve por esa premisa. La literatura, la música, el arte están llenos de politoxicómanos, con domicilio en bares castizos, regodeándose en el desengaño de vivir a caballo entre el amor y el odio hacia ese Madrid que l@ destruye.

Pero Madrid no tiene la culpa, la tenemos las personas que seguimos optando por lo fácil, por la deriva, porque al final todos nos acostumbramos a sus mínimos y aprendemos a amarla. ¿Para qué cambiar toda esta miseria humana si estamos tan a gusto siendo víctimas de nosotros mismos y de los monstruos que hemos creado?

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